No me interesa andar rastreando a la última sensación del indie rock, sólo quiero descubrir buena música. Me gustan las canciones, las de grandes coros y voz imponente. Esos volúmenes tipo Dayna Kurtz que paralizan, o la sutil fragancia armónica de Natalie Merchant. Y no es por un asunto de género, simplemente hay una esencia que diferencia a las canciones masculinas de las hechas por mujeres que las hace distintas. Quizás la misma razón que distancia a Michael Stipe, Roy Orbison, George Michael o Morrisey del resto de los cantantes. Y ni siquiera habrá que buscar una definición, sólo es un asunto de las sensibilidades, por lo que no todos tendrían porque sentirse identificados.
Hace un tiempo escuché a alguien decir que no detestaba nada más que a los fans de Morrisey. Claro, el prototipo de fan a veces puede ser un poco insoportable, pero eso no tendría porque privarme de escuchar o ir a ver al ex The Smiths. Yo que fui fan, pertenecí a un fan club y conocí a varios grupos de fans, tan diversos como Ricky Martin, Los Tres y Michael Jackson, puedo dar fe de que el fanatismo va más allá de querer tirarse al artista. Aunque debo reconocer que no hay nada más entretenido que estereotipar a los fanáticos y sus conductas, como imaginar que en la fila de un concierto de La Oreja Van Goh está lleno de secretarias y en Javiera Mena la mayoría usa pitillos. Prejuicios superficiales e innecesarios.
Con mis amigos en general nos reímos mucho con las etiquetas y definiciones del mundo gay. La señora del negocio dice “colita”, el camionero grita “maricón” o el estereotipo interno de los homosexuales al tratar de separar a “la loca” de su perfil, supuestamente más masculino. Puras palabras para tratar de resumir lo que pasa entre dos hombres, algo que para muchos resulta anormal pero que para otros es un estilo de vida que va más allá de la sexualidad y los parámetros culturales heredados de la religión predominante.
Mi moral no es igual a la tuya ni tampoco se parece a la de aquel tipo roba carteras a mujeres en el centro de Santiago ni la del arquitecto que construye edificios de plumavit. La única regla invariable es que todos respetemos las conductas y credos de los otros, pero el problema está en lograr validar el respeto como verbo y luego practicarlo. No nos olvidemos que a pesar de los computadores aún somos seres vivos.
Estamos acostumbrados a la calificación, como si nuestra vida fuera un regimiento donde todos ocupan y necesitan un rango. Malas costumbres y absurda moralidad que puede llegar a reducir la vida de un homosexual a la de “maricón” o el trabajo de una prostituta a “puta”.
La definición de las conductas morales heredadas de la religión católica deben ser redefinidas de acorde a la globalización que predomina en tiempos modernos. Nos falla la comprensión, uno de los mayores problemas de nuestra personalidad nacional. Entre los chilenos existe mucha sensibilidad pero en terreno no nos damos el tiempo para conversar, menos para discutir y validar nuestras diferencias.
Tanta definición, tanto dinero y tanta pobreza, y al final todos pisamos el mismo suelo. Homosexuales, divorciados, madres solteras, putas y putos, comunistas, momios, adictos, vegetarianos y religiosos respiramos el mismo asfalto y nos tragamos el mismo discurso presidencial todos los años. Y a todos nos gustan la música y nadie podrá definir lo que es bueno o de mejor gusto, sólo se trata de diferencias, las mismas que nos ayuden a construirnos como seres activos dentro de una sociedad calculadora, materialista y diversa. Está en nuestra disposición y entusiasmo que nuestro paso por la tierra sea sólo un cumplir o un tiempo para aportar ideas y matices.